Recuerdo perfectamente la envidia que levantaba entre mis amistades cuando comencé a trabajar en esto del periodismo del motor. Me iba a casa cada viernes pensando en lo afortunado que era y volvía cada lunes a la tarea con una sonrisa de oreja a oreja. No es que pudiera elegir cualquier coche del mundo, pero día sí día no cambiaba de volante y me ponía a los mandos de una nueva máquina en la que, gracias a la tarjeta de empresa, el repostaje salía gratis.
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